Carta de bienvenida al curso 2015-2016

Mon, 28/09/2015

Rector magnífico de la UDIMA, D. José Andrés Sánchez-Pedroche

Queridos amigos:

En este inicio del nuevo curso académico 2015/2016 evoca mi memoria la acertada definición de Agustín Basave, según la cual, la Universidad es la corporación de estudiantes y profesores que, por la docencia y la investigación, se ordena a la búsqueda y la contemplación de la verdad, a la unidad orgánica del conocimiento, al cumplimiento de las vocaciones personales y a la preparación de profesionales necesarios para la consecución del bien común. La Universidad, ciertamente, aspira a la unidad de lo diverso, pero tiene siempre una primigenia finalidad que le es inherente o consustancial: la búsqueda y contemplación de la verdad. Le asistía plenamente la razón al poeta inglés John Edward Masefield cuando afirmó que “hay pocas cosas terrenas más hermosas que la Universidad: un lugar donde los que odian la ignorancia pueden luchar por el conocimiento y donde quienes perciben la verdad pueden trabajar para que otros la vean”.

Porque la verdad –tan esquiva a veces- no es algo a lo que el ser humano pueda mostrar indiferencia o renuncia. Lo quiera o no, la verdad -en sus múltiples aspectos y dimensiones particulares- gobierna su conducta, sólo en ella puede descansar su espíritu y exclusivamente sobre su suelo es posible edificar en libertad una verdadera vida lograda. Pero conocer la verdad no es tarea precisamente sencilla, porque el hombre no es sólo razón, también es sensibilidad, voluntad y corazón. Y a toda esa amalgama de factores, que se hospedan en la cartografía de lo más genuinamente humano quisiera apelar en este momento para recordaros la grandeza de la tarea que tenemos por delante en este nuevo y balbuciente semestre que hoy mismo principiamos. Con el encarecido ruego, además, de desterrar esa tentación sutil que anida en la percepción del continuo retorno de los trabajos y los días como una tediosa solicitación de la rutina. Quizás tengamos la sensación de hallarnos uncidos, por designio casi fatal, a un yugo de eterno y recurrente retorno. Y, sin embargo, no es así. La existencia nunca es repetitiva y el curso que hoy comenzamos supone la apertura única de un nuevo horizonte de posibilidades ante el que, hasta este mismo instante, nunca nos habíamos enfrentado.

Algunos de vosotros, empezando los estudios de Grado, otros concluyéndolos. También aquellos otros compañeros vuestros que empezaron esta ilusionante tarea y ahora están ya finalizando el máster o acometiendo el doctorado. Y así ha de ser; incardinados en el tiempo, aprovechándolo del mejor modo posible. Por eso recordaba que el punto de partida es necesariamente siempre el reconocimiento de la historicidad esencial del ser humano. Como Ortega repitiera tantas veces, el hombre no es nunca un Adán -ese primer padre-, sino que es radicalmente un heredero. Recibe en transmisión directa valoraciones, modos de saber, de decir y de obrar que con frecuencia se han venido en denominar cultura o espíritu objetivado. Cuando se dice que el hombre –varón o mujer- es un ser constitutivamente abierto a lo otro, o se habla de un curso de presentes sucesivos, se está interpretando el humano existir desde los aledaños de la temporalidad. Ello, en último término, significa que en lugar de una esencia invariable, consiste en algo dinámico; en empresa que suele llamarse biografía. Por eso Laín tildó alguna vez al ser humano de “ontopoeta”, el que hace o crea el ser, aunque también sea a un tiempo quien lo sufre y padece. Porque el hombre vive siempre en la historia y solo interpretándola y poseyéndola como algo que configura el presente -desde el pasado y hacia el futuro- tiene alguna posibilidad de acertar. La vida es tarea y quehacer problemática pero siempre, lo queramos o no, de sustancia histórica. Para comprender no ya al otro, sino a uno mismo o para lograr una posesión radical de su existir, al hombre le es forzoso ser, de una u otra forma, aprendiz de historiador de sí mismo y de su mundo. En la Universidad, más que en cualquier otro lugar, es posible ver el transcurrir del tiempo y de los años con una mirada atenta y perspicaz. El paso de las épocas para nosotros no es sólo materia de enseñanza y reflexión, sino experiencia de vida que compromete directamente en la medida en que somos capaces de asir la esencia implícita en cada cambio. El tiempo que se nos ofrece hoy, nunca volverá. Y, en tal sentido, es importante y urgente que los universitarios recuperemos el rol central en la individuación, interpretación y orientación de los movimientos culturales, toda vez que permanecer de perfil o completamente al margen de esa inevitable tarea comportaría no sólo nuestra más clamorosa derrota, sino la “puesta a cero” de más de siete siglos de historia.

Siempre serenos y tranquilos en el camino apasionante que hemos emprendido. Vivimos permanentemente instalados en la crisis desde que Oswald Spengler conmoviera al mundo hablando en tono apocalíptico de la decadencia de Occidente. La cuestión ha hecho correr ríos de tinta y fatigado las imprentas, cuando en realidad sigue en pie reclamando todavía una solución que no llega. Pero, ¿acaso hemos de asustarnos por ello? Crisis, decía Ortega, es el tránsito por el que la humanidad discurre en busca de una vida asentada en sólidas creencias cuando las viejas han perdido su firmeza y se han evaporado. Y en esas estamos. La zozobra que ha invadido los espíritus responsables de nuestro tiempo no está localizada ni reconoce barreras; es total, universal, alcanza todos los estratos de la vida y anega cumplidamente la cabal intimidad de la persona. Que nuestro vivir diario está caracterizado por grandes cambios que preludian el paso de una época a otra es algo que no necesita de ulteriores demostraciones. Cuando la mente en el silencio de la reflexión es capaz de detenerse para captar las mutaciones de comportamiento y analiza la etiología de su manifestarse, recoge las instancias que permiten verificar la conclusión de una época y el asomarse incierto y fragmentario de otra nueva. Ciertamente, sabemos lo que dejamos atrás, pero es casi imposible avizorar lo que el futuro nos depara. Estudiamos sin tener la certeza de que lo aprendido nos sirva en el futuro. Y abrumados como estamos por la irrupción de conquistas, que se imponen con una velocidad tal que permiten a duras penas asumirlas en la urdimbre cotidiana de nuestras vidas, no logramos siempre hacer pie o siquiera asimilar el rumbo histórico de los eventos, lo que nos genera desazón e inquietud, cuando no frustración.

A nosotros los universitarios, sin embargo, nos ha sido concedido vivir este concreto y apasionante momento histórico con las expectativas que le son propias y las inherentes contradicciones que lo caracterizan. Y aunque, como no podía ser de otra forma, la Universidad es también hija de su tiempo, ha de ser conciencia crítica de esa época que le ha tocado vivir. Notad cómo todos los intentos de reforma moral del hombre han desembocado siempre en un esfuerzo pedagógico. “Tras la educación –escribió Kant solemnemente- está el gran secreto de la perfeccionabilidad de la naturaleza humana”. Y es completamente cierto porque la visión de lo que debemos llegar a ser reclama imperiosamente una adecuada exploración de los caminos conducentes a tal fin. Los tártagos y las vacilaciones que podamos sufrir en esa apasionante tarea –algo a lo que tendremos que enfrentarnos necesariamente, antes o después- nunca deben apartarnos de este viaje que hemos emprendido con audacia y determinación. Y si alguna vez percibiésemos la tentación del desánimo, nos pararemos a reflexionar sobre ello con el fin de descubrir la mejor forma de sobreponernos a semejante acechanza, aunque solo sea porque la meditación, como bien dijera Aristóteles, es siempre un progreso hacía uno mismo. Es más, no solo por eso, sino también porque lo específicamente universitario es ensanchar la razón a través del análisis crítico del sentido de las cosas. Todo esto trasparece en los mismos nombres que le otorgamos a esa capacidad humana: “razón” (ratio) implica dar cuenta de lo real; “entendimiento” (in-tendere) denota tensión y proyección hacia algo fuera de sí mismo; “intelecto” (intus-legere) habla de leer o interpretar la realidad escondida en niveles más profundos de lo meramente aparente, saber descubrir los diversos matices y niveles de la realidad, captar lo sustancial de las cosas, relacionarlas entre sí mostrando sus múltiples implicaciones, definir y distinguir con precisión y rigor los términos del propio discurso, etc. Todo ello forma parte del método universitario e imprime a la docencia y a la investigación el carácter propio y distintivo de nuestra formación superior (dar cuenta razonada de la realidad).

Nuestro propósito en la UDIMA no es otro que el de desalentar ese pensamiento tan generalizado, en cuya virtud, existe un único modo correcto de hacer cualquier tarea o sólo hay una respuesta acertada a cada pregunta. Pretendemos ejercitaros en esa tarea apasionante del estudio y del pensamiento crítico a través de aulas creativas que comienzan siempre con la pasión y el entusiasmo del profesor que “cuestiona” y “reta” a sus estudiantes asumiendo el riesgo que ello comporta, a través de una planificación rigurosa y secuencial del aprendizaje que no lastre vuestra creatividad y que os permita al mismo tiempo trabajar con seguridad en un ambiente respetuoso y cargado de confianza mutua. Y ahí pretendemos perseverar. Sabemos que vuestras circunstancias son muy particulares y no pretendemos troquelar la realidad con una plantilla única que, por lo demás, no se adaptaría como un guante a vuestra mano. Todos los que formamos parte de esta casa estamos en disposición de ajustar nuestro trabajo y metodología formativa para ayudaros y escucharos, entre otras cosas porque solo si el estudiante –y no olvidéis que todos lo somos- nos ayuda a entender lo que enseñamos, podremos explicarlo mejor. Y además todo eso siempre desde la humildad que nos obliga a reconocer no solo el carácter conjetural de nuestro conocimiento y la magnitud de nuestra ignorancia, sino también la existencia de unos principios éticos esenciales e irrenunciables que constituyen la base de toda discusión racional, es decir, de todo intento de búsqueda de la verdad. Con singular acierto Karl Popper enunció tres de estos principios: 1) Falibilidad: quizá yo estoy equivocado y a ti te asista la razón; pero es muy fácil que ambos estemos equivocados. 2) Discusión racional: debemos sopesar, de forma tan impersonal como sea posible, las razones a favor y en contra de una teoría para someterla a un análisis riguroso 3) Aproximación a la verdad: solo si evitamos los ataques personales, podremos intentar acercarnos a ella. Estos tres puntos constituyen presupuestos tanto epistemológicos como éticos, pues implican entre otras cosas la tolerancia: si yo espero aprender de ti y si tú deseas saber en interés de la verdad, yo tengo no sólo que tolerarte, sino reconocerte como alguien potencialmente igual; la unidad e igualdad de todos, constituye en cierto modo un requisito previo de nuestra disposición a discutir racionalmente. Pues bien, ¿no es eso acaso lo que alumbran los foros de nuestras aulas virtuales? ¿No perseguimos todos nosotros ese razonamiento más convincente en la fundamentación de nuestras actividades de evaluación continua? ¿No nos ejercitamos a diario en esa metodología que nos servirá después para poder prestar un relevante servicio profesional en la sociedad o para seguir investigando, transfiriendo y difundiendo ese conocimiento adquirido?

Con toda razón Antoine de Saint-Exupéry, en una de sus obras menos conocidas publicada tras su muerte, nos advirtió: “si quieres construir un barco no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo, sino que primero has de evocar en los hombres el anhelo del mar libre y ancho”. Quiero aprovechar estas breves líneas de salutación para convocaros a reavivar la ilusión por poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de este proyecto común; para que ese barco que es nuestra Universidad, construido con tanto esmero, continúe su singladura y nos permita sentirnos orgullosos de su trayectoria. Ya sé que esa aspiración a lo grande es consustancial a quienes integráis esta casa y que quizás la advertencia resulte innecesaria, pero me veo en la obligación de recordarlo porque no podemos aminorar el paso, ni dejarnos la ilusión en banalidades susceptibles de distraernos de la colosal empresa que nos aguarda. Todavía me emociona evocar el recuerdo de mi primera lectura de los clásicos -con apenas siete u ocho años- porque en ellos descubrí la hermosura del reflejo de todas aquellas empresas que acometemos y somos capaces de sostener, alimentar y engrandecer. Permitidme la cita de Homero en su Canto II de la Odisea, como expresión elocuente de lo que torpemente estoy intentando señalar, para que en la epopeya de ese barco mitológico veamos simbolizada a nuestra joven Universidad y a todos nosotros como los esforzados marineros de su tripulación: “Los hombres soltaron amarras y, embarcados que fueron ya todos, pusieronse al remo. Mas Atena ojizarca mandoles un viento propicio cuyo soplo sutil susurraba en las olas vinosas. Al momento Telémaco diole a su gente la orden de echar mano a las jarcias, pusieronse todos a ello. En la hueca carlinga encajaron el mástil de abeto, que afirmado quedó al anudar los estayes, e izaron, con las drizas de cuero trenzado, la cándida vela. Azotándola el viento en mitad quedo inflada; las olas que iba abriendo el estrave chillaban con recio silbido y el bajel avanzaba en el mar despejando su ruta. Una vez bien sujetos los cabos del negro navío, las crateras sacaron colmadas de vino e hicieron libación a los dioses de vida inmortal; ante todo a la virgen de glaucas pupilas nacida de Zeus. Tal el barco en la noche y la aurora se abrió su camino”.

Hemos de convencernos de la bondad y utilidad del estudio que nos hace progresar y ser mejores cada día, sin quedarnos en evanescentes y románticos propósitos, incapaces por lo demás de fructificar en horas de trabajo (únicamente en el diccionario el éxito precede al sacrificio). Sobre la esterilidad de esos meros deseos, hueros de contenido, ya nos advirtió el gran filósofo norteamericano R.W. Emerson: “Un petimetre puede sentarse en cualquier silla del mundo y no distinguirse durante una hora de Homero o Washington. La pretensión puede sentarse tranquila, pero no puede actuar. La pretensión puede fingir, pero jamás alumbró un acto de auténtica grandeza. La pretensión nunca ha escrito una Ilíada, ni rechazado a Jerjes, ni cristianizado el mundo, ni abolido la esclavitud”. Además, compartir nuestra común tarea diaria en las aulas virtuales genera familiaridad entre nosotros. Y quienes buscan juntos, se vinculan indefectiblemente entre sí con lazos indelebles y perdurables. Lo sé porque todos vosotros me lo habéis enseñado. No sólo la verdad une a los seres humanos, también su simple búsqueda –siempre que sea auténtica y honesta- es capaz de generar una sólida comunidad. Por eso la Universidad no es sólo un lugar de investigación y docencia, sino que es ante todo un hogar por el que vale la pena nuestro empeño y trabajo cotidianos. Todos nosotros pertenecemos a esta Universidad y esta Universidad nos pertenece, pero esa mutua pertenencia implica exigencias y fidelidades que hemos de asumir y cuidar porque son la expresión de un compromiso libremente aceptado. Estoy seguro que nuestra pasión por el estudio permitirá que entre todos acrecentemos la solidez de este proyecto común que con tanto esfuerzo y dedicación vio la luz hace apenas dos lustros. Os agradezco vuestra colaboración -sé que cuento con ella- para sacar adelante este noble propósito.

Un fuerte abrazo, con mis mejores deseos para este nuevo curso 2015/2016 que hoy comenzamos.

J. Andrés Sánchez Pedroche

Rector