La corona del cisne negro

Mon, 06/04/2020

pandemia

En nuestras asignaturas de la UDIMA comentamos a los estudiantes que el oráculo de Delfos estaba presidido por la frase “Conócete a ti mismo”, máxima que sigue marcando el umbral del Museo Nacional de Antropología, en Madrid. Y, a lo largo de nuestra andadura vital, en gran parte paralela, aunque con 7 minutos de diferencia (María es la “primogénita”), este proverbio lo intuimos cosido a otro que se localiza en la bajada de las escaleras del metro de la Ciudad Universitaria: “Que la vida iba en serio, uno empieza a darse cuenta más tarde”. Son versos de Gil de Biedma, aunque, actualmente, resultan más que recientes.

Por las profesoras del Grado en Historia Laura Lara y María Lara

¿Por qué tiene que suceder una catástrofe para que el ser humano se percate de que antes éramos felices? Hasta la segunda semana de marzo, la rutina era un bucle de divertimento en sí mismo, un parque de atracciones, donde teníamos la “salud” de nuestros seres queridos y la libertad de movimientos.

Describe la teoría del “cisne negro” procesos impredecibles que, sin embargo, cuando son contemplados de manera retrospectiva, pudieron ser de algún modo anticipados. Ante estos fenómenos toca la reacción de urgencia. La metáfora viene de Juvenal, el romano que, en el siglo II de nuestra era, afirmó que rara avis sería un cisne negro.

La sentencia se hizo habitual en Londres en la época de Elizabeth I, en el Renacimiento. Sin embargo, el panorama cambiaría en breve cuando una expedición holandesa localizara en 1697 cisnes negros en Australia Occidental. De esta forma, el término se transformó para hacer constar que una imposibilidad percibida puede ser refutada luego.

Los sucesos tipo Cisne Negro fueron descritos por el investigador libanés Nassim Nicholas Taleb en su libro El Cisne Negro (de 2007, revisado en 2010). Hechos “cisne negro” son el inicio de la Primera Guerra Mundial y la pandemia de coronavirus que estamos sufriendo en 2020.

Desde hace años, llevamos investigando el impacto de la mal llamada gripe española, la acontecida en 1918, la cual fue apodada sin culpa alguna “the Spanish Lady”, aunque el primer afectado se registró en Kansas. La gripe de 1918 mató a 50 millones de personas en el mundo, y unas 250.000 en España.

El rey Alfonso XIII enfermó, al igual que el presidente del gobierno, Manuel García Prieto, y ministros y políticos como el conde de Romanones y Eduardo Dato, o la aviadora estadounidense Amelia Earhart, el pintor noruego Edvard Munch (El grito) o el padre de los dibujos de animación Walt Disney, aunque todos ellos sobrevivieron.

Sin embargo, perecieron el traductor madrileño Julián Juderías (que popularizó el término “Leyenda Negra” como concepto que aglutinaba las críticas antiespañolas surgidas hacia el Imperio) y el pintor coruñés Germán Taibo, así como murieron el artista austríaco Klimt (autor de El beso), el poeta francés Guillaume Apollinaire y el dramaturgo Edmond Rostand (divulgador de la figura de Cyrano de Bergerac).

Y, en este tránsito del invierno a la primavera, nos parece que, lamentablemente, nos hemos introducido en el tema de estudio. ¿Quién iba a esperar que el virus llegara? Epidemia que recluye a los ciudadanos en sus domicilios. Confinamiento que obliga a recapacitar en el hilo que separa la vida de la muerte. Situación límite en la que se acrecientan las muestras de solidaridad. Filantropía que hace a los ciudadanos sentirse soldados, porque todos estamos inmersos en esta guerra, y el resultado, más que nunca, depende de la actuación de cada uno.

No es porque Juvenal fuera poeta, pero ni qué decir tiene que la poesía es refugio ante un planeta que hasta “anteayer” estaba acelerado y que hoy tiembla. A propósito de ello, comentamos que el cisne es el animal que más se ha asociado con los juglares. Aún se debate si es cierto que el cisne entone una canción en el instante previo a fenecer, después de haber guardado silencio durante la mayor parte de su existencia. El refrán se halla presente en la antigua Grecia hacia el siglo III a.C., y sería retomado en el arte occidental.

Quizás en estas jornadas, en que solo un miembro de la familia puede salir a comprar los víveres y en los hogares cada uno está pendiente del otro o de los allegados por vía telefónica, bastantes de nosotros nos estamos percatando del equipaje invisible.

Como decía san Juan de la Cruz, “quien supiere morir a todo, tendrá vida en todo”. En Inglaterra, al religioso de Fontiveros lo conocieron más tarde pues, en plena contienda con la armada hispánica, se le dio poca difusión a su obra, aunque después, en el siglo XIX, fueron los mismos autores anglicanos quienes enfatizaron “la noche oscura” del carmelita como cauce de reflexión.

Esperemos que esta crisis pase pronto. Que el sistema sanitario resista y venzamos al COVID-19. Con vistas de morar por muchos años sobre la Tierra vienen al caso otros versos del Doctor de la Iglesia, ahora como invitación a la esperanza: “El llanto del hombre en Dios, y en el hombre la alegría, lo cual del uno y del otro tan ajeno ser solía”.

¿Dónde está la debilidad? ¿En la residencia o en la experiencia? ¿En el olvido o en el recuerdo? ¿En el no querer saber más o en el escrutinio de datos? ¿Qué pensarán los niños de todo esto? ¿Estarán pasando miedo?

En el confinamiento por la pandemia, la pantalla es una cortina que conecta el más acá del más allá, en su vertiente terrena y en su dimensión trascendente. En nuestra universidad todo sigue igual gracias al teletrabajo: las tutorías, las asignaturas, los trabajos de fin de grado y máster, las reuniones por videoconferencia… Pero somos sensibles y no podemos evitar la nostalgia: desde nuestros ordenadores, al ver fotos del campus de Collado Villalba, nos preguntamos aquello que el niño Pepe Garcés- el protagonista de Crónica del Alba, de Ramón J. Sender- se planteaba ya siendo adulto al acordarse de Valentina: “¿qué pensarán los gatos que, al tres por dos, subían a la terraza del despacho, al ver el edificio tan callado?”.