Mariano Urraco, sociólogo: "No creo que el pánico se haya desatado en nuestra sociedad"

Sat, 21/03/2020

Calle de Madrid vacía

¿Será mejor nuestra sociedad, nuestro entorno vital, nosotros mismos... una vez superemos esta crisis social, económica y sanitaria del coronavirus? Los sociólogos trabajan ya en dibujar el escenario post-confinamiento. Esto no son matemáticas puras: hay demasiadas variables que tener en cuenta, pero sí parece asentarse un patrón común: no todo será igual. UDIMA Media entrevista al sociólogo y profesor de la Universidad UDIMA doctor Mariano Urraco Solanilla.

Por Rocío González 

¿Qué es la distopía?

Distopía es una palabra que se ha puesto muy de moda últimamente y que lleva unos cuantos años circulando por el lenguaje cotidiano, a partir del éxito de distintas series televisivas y sagas de películas (basadas, muchas veces, en obras literarias). No hace mucho no aparecía en el Diccionario y, para definirla, se recurría a su opuesto, la utopía. Podemos decir que una distopía es una sociedad “perfectamente imperfecta”, es decir, construida con un fin deliberado de hacer infeliz a la gran mayoría de la población (pero no a toda, porque siempre habrá una elite -o un único individuo- que viva feliz, siquiera feliz a costa de la desgracia de los demás). No debe confundirse lo distópico con lo posapocalíptico (error que está cometiendo mucha gente a la hora de describir lo que está sucediendo en estos días), porque, insistimos, en la distopía hay un propósito deliberado de hacer que la sociedad sea “complicada” u objetivamente indeseable para una gran mayoría de personas. Sí que es cierto que buena parte de las obras distópicas sitúan el origen de la situación de distopía en una catástrofe (un apocalipsis, vaya), de modo que, aunque la situación actual no puede considerarse distópica en estos momentos, sí que podría derivar en una distopía futura.

¿Puede el coronavirus generar distopía en la sociedad? ¿A qué nivel?

Muchas son las obras distópicas (o que introducen elementos distópicos) que parten de una situación de quiebra total de la sociedad previa. Lo vimos en The Walking Dead, pero también en El cuento de la criada, en Los juegos del hambre o en la clásica 1984. A partir de un acontecimiento crucial y traumático la sociedad entera se ve abocada a una situación que, desde nuestra óptica, resulta distópica por indeseable: control estatal, explotación laboral, violencias de todo tipo, etc. El coronavirus podría ser ese elemento desencadenante de una profunda crisis a nivel social si fuera tomado como justificación para introducir, desde las élites que rigen la sociedad, una serie de reformas profundas que limitasen nuestra forma de vida “pre-epidemia”. Aquí entraríamos en el interminable debate entre seguridad y libertad, que tantas páginas ha llenado y que ya vivimos después de los atentados del 11-S. El hecho de que una dictadura como China parezca haber tenido más éxito que nuestras democracias occidentales a la hora de afrontar este desafío puede resultar peligroso si la gente “se convenciera” de que la dictadura, con sus medidas draconianas, es más eficaz y más deseable.

¿Es más contagioso el pánico que el virus?

Digamos que son contagios que se producen a distinto nivel, mental y físico. La Sociología y, específicamente, la Psicología Social ha trabajado mucho sobre los procesos de difusión de las ideas (“contagio”, si queremos emplear ese término), procesos que se ven exacerbados en la era de internet, con las posibilidades que tiene para romper el anterior monopolio de la información por parte del Estado (algo que, por cierto, se mantiene en China, precisamente). En general, nuestra sociedad tiene una valoración negativa de “la masa” (el propio éxito del género zombi vendría a basarse en esta idea: la masa de muertos vivientes es una redundancia en sí misma) y tiende a considerar, como ya hiciera Le Bon a finales del siglo XIX en su Psicología de las masas (libro de gran predicamento posterior), que “nada bueno” puede proceder de una masa de personas o, en términos más duros, que la gente se vuelve estúpida cuando se agrupa y renuncia a su racionalidad individual. Creo que esta visión, de profundo pesimismo antropológico, tiene mucho peso en nuestras ideas sobre la transmisión del pánico o el supuesto contagio de actitudes o ideas irracionales. No creo que el pánico se haya desatado en nuestra sociedad, por más que hoy sea más difícil que nunca escapar del “contacto social” que podría “infectarnos” de cualquier idea más o menos incorrecta.

¿Han contribuido el cine o la literatura de ficción forjar una imagen aterradora de la pandemia y ejercer temores sociológicos?

Sí. Sencillamente: sí. Desde que nacemos estamos sometidos a la influencia del entorno, que nos va “moldeando” a lo largo de un proceso interminable de socialización en el que interiorizamos formas de ver el mundo propias de nuestra cultura. En ese sentido, igual que pasa con los recelos que tanta gente tiene con respecto a los robots (demasiadas películas nos han enseñado a desconfiar de estas máquinas, que, según parece, algún día habrán de rebelarse y exterminar al género humano), el cine distópico funciona como “entrenamiento” para situaciones como la que estamos viviendo, por más que resulte evidente que no se trata de realidades equivalentes. Tenemos que tener en cuenta, por otra parte, que nuestra sociedad se caracteriza, entre otras cosas, por su elevada tendencia a “consumir relatos”, es decir, por la capacidad de desarrollar narrativas que hacen que muchas personas “quieran vivir su película” y, ante eso, muchos encuentran en esta situación de confinamiento una serie de “señales” que, ciertamente, únicamente están en el modo en que su imaginación relaciona la situación real con alguna escena de alguna película.

¿Cuál es el papel de los imaginarios culturales en este momento como las películas sobre epidemias o zombies?

En distintos medios periodísticos se da el “juego” de “buscar semejanzas” entre alguna película, alguna serie de televisión, algún libro… y la realidad actual. No falta quien anuncia el descubrimiento de la profecía definitiva que habría previsto todo lo que está sucediendo (que nunca es todo, pero, bueno, se intenta encajar como sea para no perder impacto). Obviamente se trata, en la mayor parte de los casos, de meras coincidencias. Hay que tener en cuenta, por lo demás, que las tramas de las obras de ficción, como las películas sobre epidemias o sobre zombis, tampoco se producen en un vacío social, sino que toman siempre elementos de la realidad y les dan una vuelta de rosca para forzar los límites que separan la realidad de la ficción. El “qué pasaría si” gana opciones de verosimilitud si se toma un elemento habitual (como una epidemia, como pudiera ser la gripe que nos visita anualmente) y se lleva un poco más allá. A partir de ahí, en la medida en que se mantengan cercano al universo de cotidianeidad de las personas, estos productos culturales tienen más posibilidades de integrarse en el acervo cultural que, como hemos dicho antes, se transmite socialmente y conforma el imaginario colectivo que todos compartimos por ser miembros de una misma sociedad, de una misma cultura.

¿Es un recurso psicológico la ficción cuando la realidad es desconocida e incierta?

Con independencia de “lo real”, parece claro que lo negativo vende. No solo a nivel periodístico (que también), lo noticiable siempre es aquello que preocupa, que genera miedo, que tiene consecuencias negativas y desconocidas sobre el mundo y sobre nuestras vidas. No es casual que antes de la expansión del coronavirus se estuvieran produciendo tantos productos culturales de corte distópico y tan pocos de corte utópico (¿la utopía ha muerto?). Nos gusta imaginar lo peor, pasar un mal rato visitando sociedades en las que no nos gustaría vivir, pero ello no implica que seamos unos pesimistas, sino quizás todo lo contrario: el ser humano crea y consume distopías como manera de exorcizar los demonios que le acosan y le generan incertidumbre. Tal vez esta experiencia, que habrá de dejar una huella “generacional” (en el sentido sociológico del término) en todos nosotros, sirva para que empecemos a ver con otros ojos, menos inocentes, la distopía.

¿Va a ver un cambio en el perfil sociológico de los españoles?

No creo que esta situación vaya a generar cambios profundos en la manera de ser de los españoles, ni a nivel individual ni colectivo. Indudablemente va a influir el tiempo que se tarde en superar la crisis (la sanitaria y la que vendrá después, que posiblemente nos recuerde a la de 2008, de la que todavía no nos habíamos recobrado a nivel social), pero no vaticino una “primavera del amor” ni un redescubrimiento de lo mucho que nos gusta ir a pasear o visitar a los amigos. Seguramente se intente sepultar el trauma retomando nuestras vidas en el punto exacto en el que las dejamos… o, mejor dicho, retomar nuestras vidas en la dimensión extradomiciliaria, porque lo actual no es una hibernación (otro cliché de la ciencia-ficción), sino un hacer-lo-mismo-pero-desde-casa.

¿Cómo podrá sobrevivir el individuo en el escenario que se presenta tras la crisis del coronavirus?

En la medida en que no estamos en una situación de aislamiento, ni siquiera de confinamiento total, no creo que tengamos mayores dificultades para “sobrevivir” una vez que podamos retomar la normalidad-sin-coronavirus. Más preocupante puede ser resistir durante estas semanas o meses de confinamiento, en los que cada cual tendrá que buscar maneras para llenar sus horas (muchos no necesitarán buscarlos, porque su propia realidad familiar no les permitirá pensar siquiera en el pasado o en el futuro de esta situación). Podríamos retomar los consejos que diera Max Brooks en su “Zombi. Guía de supervivencia”, publicado allá por 2003, y que constituye la “precuela” de su más conocido “Guerra Mundial Z”, exitosamente llevado al cine y recurrente hoy en muchos de los memes o gifs que recibimos en nuestros móviles. En “Zombi. Guía de supervivencia”, Brooks hace una parodia (pero muy seria, en realidad) de los manuales de autoayuda que tanto éxito editorial tuvieron en los primeros años del siglo XXI. Entre los consejos que da a los supervivientes de un apocalipsis zombi hay uno que destaca sobre todos los demás: mantener la mente ocupada (por el medio que sea). Lo importante no es solo sobrevivir físicamente, sino, sobre todo, mantenerse cuerdo para el escenario posterior (problema que no tenía el Neville de la versión literaria de “Soy leyenda”, para quien la falta de esperanza hacía inútil cualquier consejo orientado a “mantenerse ocupado”).

¿Qué efecto va a tener la desigualdad social y la diferencia de clases tras la crisis del coronavirus?

Las consecuencias económicas (y, por lo tanto, sociales) de esta crisis son todavía imprevisibles, y seguramente queden supeditadas al alcance final y a la duración de la situación de excepcionalidad que hace que la economía se estanque. A partir de ahí, resulta previsible que se repliquen los efectos de la crisis financiera iniciada en 2008, es decir, aumento de la desigualdad social y polarización social (por cierto, uno de los factores que suelen presentar todas las distopías), con masas de población que, por su posición vulnerable, serán quienes más sufran los efectos de una recesión económica que, como buen fenómeno de la era de la globalización, afectará a la economía mundial en su conjunto.

¿Afectará todo esto en la forma de saludarnos u otras interacciones cotidianas?

Tenemos que considerar que los saludos no han sido siempre iguales, no son “de toda la vida de las sociedades”, es decir, que no siempre nos hemos dado la mano (era una forma no agresiva de saludarse entre quienes llevaban una espada ceñida a la cintura: mientras te doy la mano no desenfundaré), que no todas las sociedades se dan besos o se abrazan en las mismas situaciones, etc. Partiendo de este hecho, sí que son expresiones culturales que forman parte de nuestra socialización y, en ese sentido, es muy complicado que una situación como esta los cambie, porque sí que son “de toda la vida nuestra” y eso es muy difícil de modificar. No creo que los españoles empecemos a guardar una “distancia de seguridad” en nuestras interacciones, porque la propia distancia (que no es la misma en todas las sociedades) es una expresión de nuestra forma de ser social. Obviamente, si se cambiasen estos “pequeños detalles” sería causa, y también efecto, de un cambio cultural-social de alcance imprevisible (nuestro mundo, sin abrazos, ya no sería el mismo: no mejor ni peor, pero sí distinto, como distintos seríamos nosotros si no hiciéramos lo que hemos hecho siempre hasta ahora),

¿Se impondrá lo emocional a lo racional?

Un rasgo de nuestra sociedad es que la emoción se está imponiendo, a nivel “microsociológico”, en nuestras esferas de cotidianeidad, a la razón, mientras que la razón, en su acepción de razón instrumental (cálculo de costes/beneficios), se impone, de manera evidente, en la manera en que se organiza y funciona, a nivel “macrosociológico”, el mundo globalizado. No es trivial que se exhorte con tanta insistencia a los individuos hacia lo emocional, quizás como manera de anestesiar el pensamiento racional que podría conducir a pedir responsabilidades y cambios en la situación general. En ese sentido, me parece plausible la idea de que se nos esté “administrando” emocionalidad (también en la propia gestión de esta crisis) para evitar una crítica racional a todo lo que se ha hecho mal hasta la fecha.

Las nuevas formas de colaboración adoptadas en este momento, ¿se quedarán para un futuro o serán momentáneas?

Previsiblemente, decaerán tan pronto como la situación de excepcionalidad en que se han generado desaparezca. Gray hace un análisis muy interesante del pensamiento de los soldados que vuelven de la guerra (situación evidentemente mucho más traumática que la nuestra) en su obra “Guerreros: reflexiones del hombre en la batalla”. En dicho libro, el autor comenta que las vinculaciones tan intensas que se generan en tiempos de guerra desaparecen cuando esas personas vuelven a sus vidas cotidianas en tiempos de paz. La traslación con nuestra situación me parece plausible. Tenemos que considerar que, por suerte o por desgracia, la sociedad contemporánea avanza a un ritmo vertiginoso, en parte gracias a su tremenda capacidad para olvidar, que es uno de los rasgos principales, también, de los sujetos que habitan estas sociedades.

La nuevas formas familiares de cuidar a los niños, ¿variará y los abuelos podrán ser liberados?

Más bien todo lo contrario, en mi opinión. No comparto la idea de que esta crisis “esté visibilizando” la importancia de la red familiar en el cuidado de los niños (y en otras muchas cuestiones de solidaridad familiar, más allá de las tareas de “cangureo” de los niños). Creo que los españoles ya eran plenamente conscientes del papel fundamental que, en ausencia de políticas estatales al respecto, juegan los abuelos y demás miembros de la red familiar. Tal vez esta crisis sirva para que los ciudadanos tomen conciencia de la necesidad de exigir, de una vez por todas, una nueva política que permita la conciliación y la corresponsabilidad en el cuidado de los niños, que no implique “cargar” a una generación que, en muchos casos, ha tenido que cuidar a sus propios padres ancianos, a sus hijos y, ahora, también a sus nietos.

¿Cuál es el porcentaje de riesgo para la sociedad la propagación de fake news o rumores?

Internet ha supuesto un cambio radical también a la hora de informarse o de acceder a la información. Ahora hay un exceso de información (que puede generar una auténtica “infoxicación”), veraz o directamente falsa, que el individuo apenas puede gestionar (sí, el profesional de la información sigue siendo completamente necesario -quizás más que nunca- en este momento histórico). Una sociedad como la nuestra, que tiene en el pensamiento libre (o al menos pretendidamente libre) uno de sus principales valores, siempre desconfiará de la información oficial, sobre todo cuando los propios responsables políticos no se apliquen las medidas que presentan como absolutamente necesarias. En el momento en que se quiebra la confianza (y en el caso de los políticos españoles esa frontera quedó atrás hace mucho tiempo) es más probable que las personas busquen “fuentes alternativas” de información y, en dicha búsqueda, es más que probable que acaben dando con noticias falsas. Si a esto le sumamos el afán de protagonismo de muchas personas por “ser el primero” en compartir lo más llamativo que hayamos podido recibir o leer, el cóctel está servido. A nivel individual debemos ejercer nuestra responsabilidad y no difundir estos bulos, pero a nivel social deberíamos también reflexionar sobre los factores que llevan a que circulen con tanta facilidad de un móvil a otro (que tanta gente los comparta, en suma). En ese sentido, sí que parece que la sociedad española está resultando, al menos por ahora, ciertamente disciplinada, y no está aplaudiendo, sino más bien censurando, los comportamientos “gamberros” de quienes, de modo irresponsable, están contraviniendo las indicaciones sanitarias.

¿Qué une y qué separa en estos momentos a la sociedad?

En primer lugar, el mero hecho de estar todos confinados al mismo tiempo constituye ya una importante señal de que, en definitiva, somos iguales. Y es una sensación que no solemos tener en nuestra sociedad. Asimismo, un importante elemento de unión es el carácter absolutamente indiscriminado del virus, que vemos como está afectando a ricos y pobres casi por igual (evidentemente sería ingenuo pensar que las probabilidades de superarlo son las mismas para unos y otros, como también hemos visto que las medidas sanitarias puestas en práctica no son iguales en todos los casos). Ese elemento, el saber que todos podemos estar infectados, supone un factor de cohesión de una sociedad crecientemente individualizada. En cuanto a cuestiones que separan a la sociedad destacaría el hecho de que, incluso teniendo todos la posibilidad de contraer la enfermedad, muchos individuos están haciendo un cálculo de riesgos ciertamente egoístas, considerando que sus vidas no corren peligro, pero poniendo en peligro con ello a otra población mucho más vulnerable ante el coronavirus. Esa insolidaridad, que está costando vidas, creo que es lo peor que nos está dejando esta epidemia. Por último, destacaría otro elemento de desunión que, curiosamente, suele pasar por momento de cohesión social. Los “aplausos sanitarios”, que sirven para reconocer el trabajo de los profesionales de la sanidad, introducen una brecha entre estos trabajadores y el resto de quienes, quizás no desde una posición tan cercana al virus pero sí totalmente necesaria para la supervivencia de la sociedad, siguen desarrollando su labor para que el sistema no se venga abajo. Siendo necesario reconocer (y aplaudir) la labor de los sanitarios, no debería convertirse dicho reconocimiento en un olvido de todos los demás trabajadores que mantienen la sociedad en marcha a pesar de las excepcionales condiciones en que desarrollan su labor.

¿Cuál va a ser el rol de la educación ante los desafíos sociales que vendrán?

Como siempre, la educación, o los profesionales de la educación, tendrá que buscar la verdad y transmitirla, lo cual pasará por filtrar todo el “ruido” que se genera en estos días y hacer llegar a las generaciones venideras una lectura lo menos tendenciosa posible de lo sucedido, que no incurra en los riesgos que ya podemos intuir en estos días, desde la xenofobia de quienes culpan “a los chinos” de la epidemia hasta los distintos populismos que amenazan con hacer sucumbir el proyecto democrático de nuestras sociedades. Decíamos antes que nuestra sociedad sabe olvidar muy bien (quizás demasiado bien) y, seguramente, esta sea una buena oportunidad para que la educación, como es su misión, “saque enseñanzas” para que las futuras generaciones las tengan en cuenta.