Con el único dato (provisional) del INE que de nuevo se aproxima a los cuatro millares de personas en España (3.846 casos en 2024), el suicidio es un fenómeno que necesita todavía de amplia formación, divulgación y comprensión. No sólo para ayudar a quienes pueden tener conducta suicida, también para acompañar a quienes sufren estas pérdidas, formar a los profesionales sanitarios y redefinir cómo se percibe en el entorno laboral.
Redacción CEF.- UDIMA
Lo explica el profesor de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Salud del Grupo CEF.- UDIMA, Luis Fernando López-Martínez, con quien hablamos a tenor del Día Mundial para la Prevención del Suicidio.
Atender también a las personas que sufren estas pérdidas, la formación de los profesionales de la salud mental o cómo se percibe en el entorno laboral son algunas aristas por trabajar para alcanzar un modelo que realmente escucha, entiende y previene de un final trágico. Lo explica el profesor de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Salud del Grupo CEF.- UDIMA, Luis Fernando López, en el Día Mundial para la Prevención del Suicidio.
Detrás de un suicidio, rara vez hay un único motivo. Con frecuencia se entrelazan múltiples problemáticas previas que han ido erosionando el bienestar psicológico de la persona. Un malestar que no siempre se manifiesta de forma evidente pero que lleva a conductas que, si se observan con atención y se saben identificar, pueden indicar un profundo sufrimiento emocional.
Por ejemplo, cambios marcados en el comportamiento, aislamiento social, pérdida de interés en actividades que antes eran significativas para la persona, alteraciones del sueño o de la alimentación, consumo problemático de sustancias o, sencillamente, una actitud de desesperanza persistente. A menudo estos signos se interpretan como señales pasajeras o incluso se ignoran, pero son indicadores de riesgo que se deben tomar en consideración.
Reconocer estas conductas asociadas es clave para prevenir pero también para comprender que, en muchos casos, el suicidio no es un acto impulsivo y aislado, sino el desenlace trágico de un proceso acumulativo de dolor no atendido; que no ha encontrado vías de expresión, acompañamiento o reparación.
Por ello, sensibilizar a la sociedad sobre estas señales, formar a los profesionales para su detección temprana y ofrecer redes de apoyo accesibles son pilares fundamentales en la prevención del suicidio.
Hablar de un perfil suicida como si fuera una categoría fija y predecible es una simplificación peligrosa. El suicidio no responde a un único patrón ni a un tipo de persona, sino que es un fenómeno profundamente complejo condicionado por múltiples factores (psicológicos, sociales, biográficos, culturales...) entrelazados de forma única en cada individuo.
Por ello, asumir que existe un perfil definido contribuye a un estigma en dos direcciones: genera falsas seguridades en el entorno, que deja de atender a esas señales de sufrimiento porque la persona 'no encaja' en el perfil; y provoca que quienes sí se identifican con esa etiqueta se auto estigmaticen, sintiendo que están marcado, señalados.
Además de clínicamente inexacto, es éticamente irresponsable. Necesitamos cambiar el foco: no buscar perfiles, sino entender historias. No encasillar, sino acompañar. Porque, en esencia, la prevención empieza por escuchar el sufrimiento, no reducirlo a etiquetas.
Si bien existen factores de riesgo identificados (trastornos mentales previos, antecedentes de trauma, consumo de sustancias, enfermedades crónicas o situaciones de pérdida significativa), el suicidio afecta a personas de diferentes edades, géneros, clases sociales y contextos culturales, como avalan la práctica clínica y la investigación en salud mental. Es decir, no es tanto el "quién es" como el "qué está atravesando" en un momento de su vida.
Hay aspectos más determinantes que un supuesto perfil. Uno de los que implica mayor riesgo es la sensación de desesperanza sostenida: la idea de que el dolor es permanente y no hay posibilidad de alivio. Cuando alguien entra en ese estado, su campo emocional y cognitivo se estrecha, y puede llegar a percibir el suicidio como única vía para dejar de sufrir.
Por ello es fundamental dejar atrás el enfoque reduccionista y adoptar una mirada más amplia, empática y contextual para acercarnos al suicidio con menos estigma y más sensibilidad. Nos obliga a poner el foco en construir entornos más humanos y preparados para sostener a quienes sienten que la vida no puede ser vivida.
Subrayo en primer lugar que no existe una única causa, sino que convergen diversos elementos en determinadas circunstancias, que pueden llevar a una persona a un estado de vulnerabilidad extrema. Entre los factores externos (relacionados con el contexto y no con la historia interna o la salud mental de la persona) hay tres dimensiones que destacan por su peso y recurrencia:
- Experiencias de pérdida significativa: fallecimiento de un ser querido, ruptura de una relación afectiva, pérdida del empleo, de la estabilidad económica o de un proyecto vital. Lo que comparten todas estas situaciones es que se quiebra el vínculo con algo que daba sentido, estructura o contención emocional. Si estas pérdidas no se elaboran o procesan pueden generar un dolor psíquico difícil de soportar.
- Aislamiento social y falta de apoyo: la soledad no elegida, la desconexión emocional, la sensación de no pertenecer o de no tener a quién recurrir ante una crisis, pueden amplificar esa desesperanza. Sentirse invisible o prescindible puede alimentar la idea de que la vida carece de valor o sentido.
- Exposición a situaciones de violencia o humillación persistente: ya sea maltrato familiar, acoso escolar o laboral, discriminación por cualquier rasgo personal (género, orientación sexual, economía...) u otros motivos. Son experiencias que deterioran la autoestima y el sentimiento de valía personal, generando a menudo un entorno emocional hostil del que la persona no ve salida.
Estos tres factores no actúan de forma mecánica (no habrá conducta suicida asegurada sólo por vivirlos), pero sí pueden convertirse en precipitantes cuando se suman a un sufrimiento interno no expresado o no atendido. Por eso hay que ir hacia un trabajo preventivo más allá de lo individual: construyendo comunidades más sensibles, con vínculos más presentes y estructuras sociales menos excluyentes.
Es cierto que el abordaje público del suicidio suele centrar la atención en quien decide quitarse la vida. Sin embargo, el impacto devastador de este tipo de pérdida en las personas muchas veces queda invisibilizado. El duelo por suicidio es especialmente traumático, por su forma abrupta y dolorosa, y también por el estigma, el silencio social y las preguntas sin respuesta.
La intensa carga emocional (culpa, vergüenza, rabia o desconcierto) se complica aún más si el entorno no sabe acompañar a esa/s persona/s: aparecen los juicios o el silencio sustituye a la contención. Por eso es fundamental visibilizar y atender este tipo de sufrimiento, por justicia y humanidad y porque es una estrategia de prevención en sí misma.
Sufrir este duelo implica un riesgo significativamente mayor de atravesar cuadros depresivos, ansiosos o, a veces, un suicidio posterior. Por eso, hablar del suicidio es hablar del dolor que deja, lo que exige una mirada amplia, ética y comprometida. Acompañar a quienes sobreviven a esta pérdida es, sin duda, una forma de combatir el silencio, el estigma y el sufrimiento que perpetúan este fenómeno.
Además de aplicar los principios deontológicos básicos (la confidencialidad o el consentimiento informado), formar a los profesionales con un enfoque ético implica que construyan una mirada más amplia, y que ponga en el centro la dignidad del paciente. Es decir, hay que enseñarles a escuchar sin patologizar de inmediato, a acompañar sin controlar, a intervenir sin invadir.
En otras palabras, se trata de que entiendan que, frente a una persona con ideación o conducta suicida, lo primero no es aplicar un protocolo, sino reconocer el sufrimiento humano que hay detrás, y acercarse a él con respeto, sensibilidad y sin prejuicios.
No es que la atención psicológica sea, en sí misma, poco ética (todo lo contrario en muchos casos), pero aún existen prácticas que se alejan de un enfoque plenamente humanizado, como los ingresos involuntarios. A veces ingresamos sin dar espacio suficiente para escuchar, y tendemos a medicalizar sin acompañar, aplicando protocolos que dejan en segundo plano lo subjetivo que es sufrimiento.
A esto añadimos una relación clínica más de temor que de alianza terapéutica. Es un reflejo de las limitaciones estructurales de nuestro sistema de atención, que debe ir hacia un modelo verdaderamente ético. Se trata de formar profesionales capaces de sostener la complejidad del dolor humano sin apresurarse a reducirlo, silenciarlo o reconducirlo hacia respuestas inmediatas.
Se les debe inculcar una formación técnica pero también una profunda preparación emocional, ética y relacional, para saber qué hacer a nivel clínico pero también cómo estar ante el sufrimiento de otra persona. Así, deberían cultivarse valores y habilidades como:
- Escuchar sin juicio. Lo último que necesita quien atraviesa ideaciones suicidas es que minimicen o intenten "arreglar" lo que siente desde una lógica racional. Escuchar con autenticidad abre un espacio donde la persona (quizás por primera vez) pone en palabras un dolor silenciado demasiado tiempo.
- Humildad clínica. No podemos acercarnos al sufrimiento ajeno con superioridad o certeza, por lo que requiere asumir que no tenemos todas las respuestas; cada caso es único. El vínculo terapéutico puede serlo más que cualquier técnica en sí misma cuando se construye desde el respeto y la honestidad.
- Tolerancia a la incertidumbre. Con el suicidio se transitan zonas de altísima complejidad emocional y no siempre se puede ver cómo evolucionará la situación. Los profesionales deben sostener esa ambigüedad sin caer en respuestas automáticas ni el impulso fútil de control. La serenidad en la incertidumbre es una forma de protección tanto para el profesional como ella persona en crisis.
- Sensibilidad ética y relacional. Cada vida tiene su dignidad, su historia y su derecho a ser escuchada sin imposiciones. Acompañar no es conducir, sino caminar al lado, y hacer con una presencia que no invada, pero tampoco esté ausente.
- Formación continua. El desgaste emocional en estos contextos es real, y elaborar lo vivido, reflexionar sobre las propias reacciones o compartir dudas con otros profesionales es fundamental para minimizar el alto riesgo de deshumanizarse o saturarse emocionalmente.
Uno de los grandes avances en los últimos años ha sido comenzar a hablar del suicidio como un problema de salud pública, y no como un acto individual, moral o patológico. Con muchas resistencias aún, emerge una narrativa más respetuosa y comprensiva que reconoce el sufrimiento detrás de cada caso, y que debemos abordarlo con prevención, no con censura. Medios, instituciones educativas y profesionales de la salud empiezan a tratar el tema con mayor rigor y sensibilidad, lo que ya es un cambio cultural importante.
También supone un gran paso visibilizar que el suicidio no es necesariamente el desenlace de un trastorno mental grave, sino que en muchos casos es una respuesta desesperada frente a un dolor emocional profundo, ligado a múltiples factores. Esto humaniza la conversación y amplía las posibilidades de intervención.
Sin embargo, aún queda mucho por trabajar. El tabú más persistente tal vez sea el que rodea a las personas que han pensado en quitarse la vida o han sobrevivido a un intento. Todavía nos cuesta ofrecerles un espacio libre de juicio para que puedan hablar de su experiencia sin ser inmediatamente etiquetados como "desequilibrados" o "peligrosos". Les empujamos a silenciar lo vivido, privándoles muchas veces del apoyo que tanto necesitan.
Hablar del suicidio es tarea urgente, pero no desde la alarma y el morbo, sino desde la escucha, el conocimiento y el respeto profundo por la dignidad de quienes sufren. Porque solo cuando el tema deje de ser un susurro incómodo, podremos avanzar de verdad en su prevención.
Diseñar e implementar planes internos de prevención del suicidio en las empresas no sólo es deseable, sino una responsabilidad ética y urgente. El lugar de trabajo es un espacio cotidiano donde se viven presiones, vínculos y frustraciones, y puede ser tanto un factor de protección como de riesgo si no existe una cultura institucional que cuide la salud mental.
Estos planes pueden detectar precozmente el sufrimiento y ofrecer acompañamiento, construyendo climas laborales más humanos. Protocolos claros, formación, apoyo psicológico y políticas de cuidado permiten a las empresas ser agentes de protección frente al suicidio.
El principal obstáculo sigue siendo el estigma: hablar de suicidio en el trabajo continúa siendo tabú, y la falta de formación de directivos o equipos de recursos humanos provoca respuestas inadecuadas o la inacción. A ello se suman las lógicas productivistas que priorizan el rendimiento sobre el bienestar, una visión cortoplacista que resulta contraproducente también para la empresa. Los planes de prevención son, en definitiva, un acto de responsabilidad colectiva.
Diversos estudios evidencian que son experiencias que alteran los circuitos neurobiológicos del apego, la regulación emocional y la percepción del peligro, generando patrones de hipervigilancia, disociación, autodevaluación o una sensación crónica de desprotección. Si estos traumas no se reconocen ni abordan adecuadamente pueden dar lugar a una estructura interna de estados emocionales persistentes de desesperanza, vergüenza e inutilidad.
Desde ahí, el suicidio no aparece necesariamente como un deseo de morir, sino como un intento desesperado de escapar de un sufrimiento psíquico insoportable y prolongado (y con raíces muy antiguas).
De ahí la importancia de la pedagogía y la divulgación sobre el impacto del trauma infantil en la salud mental adulta: despatologiza la experiencia (“lo que sientes tiene sentido”) y actúa como herramienta de prevención, al visibilizar un problema que a menudo pasa inadvertido hasta que es grave.
Nombrar el trauma es, además, una forma de restituir la dignidad y ofrecer un lenguaje para entenderse más allá de etiquetas clínicas. Integrar este conocimiento en el discurso público sobre suicidio no es solo ciencia, sino también un acto de justicia y reparación social, imprescindible para diseñar estrategias de prevención reales